BLOG DEL MANIFIESTO POR LA SOLIDARIDAD

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jueves, 24 de mayo de 2012

La tragedia de la pobreza infantil: el caso de España



La percepción visual que se tiene del problema no alcanza los niveles de dramatismo con que aparece en los países de bajo nivel de desarrollo, donde el fenómeno de los “niños de la calle” marca una impronta en el paisaje urbano que, una vez vista, jamás se podrá olvidar. Sin embargo, y aunque no resulte tan traumática en sus manifestaciones públicas, no es hecho que deba ser ignorado, entre otras razones porque nos resulta próximo, nos acompaña en el día a día, aflora, a poco que nos detengamos en ello, cuando uno menos se lo espera. Y, si no se ve, si no se siente como tal, es porque con frecuencia permanece oculto, sumido en las interioridades de la privacidad familiar, voluntariamente recatado ante la sensación de pudor que proporciona el hecho de que se conozca. En estas condiciones – de percepción limitada por la discreción con que se aborda -  evoluciona y crece el problema de la pobreza en el mundo del desarrollo, donde, como he señalado en una entrada anterior, no cesa de agravarse en un contexto de acentuación creciente de las desigualdades.

Dentro de este panorama cobra especial gravedad la constatación de los umbrales de pobreza en que se encuentra la población más vulnerable, la más dependiente. Si tradicionalmente se trataba de un  problema asociado a la etapa final de la vida, en nuestros días – y coexistiendo con éste- adquiere mayor importancia cuantitativa el sector de la infancia lacerada por el estigma de la mala calidad de vida que deriva de la ausencia de recursos. Poco se ha hablado de él, apenas referencias aisladas han aparecido de cuando en cuando, o en todo caso la valoración de su magnitud se ha visto minimizada por el alcance, sin duda limitado, de la experiencia de cada cual. Por eso, cuando se analiza con rigor no ha lugar a la simplificación ni está justificado mirar para otro lado. Se dispone ya de perspectiva suficiente desde que en 2004 se puso en marcha la Encuesta de Condiciones de Vida (Instituto Nacional de Estadística) que refleja la situación en que se encuentra la sociedad española en algo tan fundamental como es su situación respecto a los valores que identifican su nivel de bienestar y la satisfacción de sus necesidades.

En esta fuente se apoya el informe elaborado por UNICEF España, referido a las condiciones en que viven los niños españoles en la actualidad (2012). Las conclusiones obtenidas son alarmantes y oscurecen aún más un panorama que ya era sombrío con anterioridad. Téngase en cuenta que a comienzos de la década actual cerca del 14% de los menores de edad residían en hogares sumidos en una pobreza acusada, entendiendo como tales los casos de familias con dos niños menores de 14 años y con ingresos inferiores a los 10.983 euros. Dos años después los umbrales de pobreza infantil han superado por primera vez el  25 %, cinco puntos más que los alcanzados en 2011, lo que se traduce en la existencia de un amplísimo grupo de 205.000 niños más residentes en hogares donde los ingresos se sitúan por debajo del nivel de la pobreza.

Si a estos datos se suman los que al tiempo aporta el Informe, revelando magnitudes a menudo ignoradas, se llega a la estremecedora conclusión de que España es en la Unión Europea uno de los países con tasas de pobreza infantil más elevadas, solo por encima de Rumania y Bulgaria. Doloroso récord que obliga a pensar, a profundizar en el conocimiento del problema y a plantear medidas de actuación que acometan el problema – aún está pendiente la elaboración de ese Plan Nacional contra la Pobreza Infantil, recomendado en 2010 por el Comité de los Derechosdel Niño – aun a sabiendas de que su raiz se encuentra en los demoledores efectos sociales y económicos que la crisis financiera está ocasionando en España con impactos gravísimos sobre los sectores más débiles de la sociedad.


martes, 8 de mayo de 2012

Ante un escenario de desigualdad creciente y de incumplimiento de los compromisos solidarios todas las voces son necesarias


La lucha por la solidaridad no sólo debe referirse a las  actuaciones que se muestran sensibles con los problemas y las dificultades que afectan a los millones de personas sumidas en el subdesarrollo. El espíritu y la letra del Manifiesto que aquí nos convoca y que nos mantiene en alerta sobre las tragedias irresueltas de la Humanidad  se decantan primordialmente y de manera justificada a favor de las situaciones derivadas de la miseria, la desigualdad y la injusticia en los escenarios más críticos de la Tierra. Sin embargo, la mirada en esa dirección no debe impedir centrarla también en aquellos otros que nos son más cercanos, que coexisten con nosotros en la cotidianeidad de nuestro entorno, que tenemos incluso al alcance de la mano. Y es que cuando nos aproximamos al conocimiento de las dimensiones que alcanza la desigualdad en los países que consideramos avanzados, los datos acusan sin paliativos la magnitud de la brecha que separa a los ricos de los pobres.
Basta echar un vistazo a los datos publicados por la OCDE para percatarse de hasta qué punto la dualidad social marca de forma indeleble el panorama social a través de una información suficientemente expresiva como para inducir a profundizar en ella y conocer de cerca, sin tapujos, cómo se manifiesta en la vida de los ciudadanos y en el despliegue o frustración de sus oportunidades en un panorama que en modo alguno debe ser simplificado o ignorado.

Número de veces que la renta media del 10% de la población más rica supera la renta media del 10% de la población más pobre. Fuente: OCDE 

Claramente por encima de la media figuran países que ocupan una posición destacada en el ranking del desarrollo. He ahí, bien identificados, los nombres de Australia, de Japón, de Canadá, de Italia, del Reino Unido, de Israel, de Estados Unidos y de Chile, uno de los Estados socio-económicamente más contrastados del mundo. En ese grupo figura también España, donde, para precisar la dimensión del problema, la renta media del 10% de la población es casi doce veces superior a la renta media del 10% de la población más pobre.
Ahora bien,  más allá de los datos generales, y centrados en el caso de España, resulta pertinente una llamada de atención sobre los riesgos que amenazan el mantenimiento de los derechos esenciales de la población, entre los que la sanidad y la educación ocupan una posición preeminente. Mientras asistimos al lamentable espectáculo que los sitúa en una pendiente regresiva a medida que los recortes aplicados en los presupuestos del Estado no hacen sino deteriorar lo conseguido en ambos servicios básicos – sobre todo, cuando se comprueba que la reducción del 83 % del presupuesto afecta al gasto público directo, con particular incidencia en la política social, y la reducción de las ayudas en cooperación al desarrollo disminuyen en un 72 % - , no está de más recordar el flagrante incumplimiento de compromisos internacionalmente asumidos que ello representa.
Conviene recordar que España suscribió en 1977 el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales por el que el Estado se comprometía a preservar y defender los indicadores que reflejaban una atención expresa a favor de los derechos que dignifican a la persona y aseguran unos estándares esenciales de bienestar. La comprobación de que las medidas de mutilación presupuestaria adoptadas por el Gobierno en estos capítulos pueden ocasionar un efecto traumático sobre la sociedad, y en especial sobre sus sectores más vulnerables, ha motivado la denuncia presentada por varias ONG ante el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU, alegando que el país incumple compromisos internacionales debido a la adopción de medidas “que derogan garantías legales de los derechos sociales” y ante la constatación de que las políticas que se están impulsando, como la reforma laboral, la reforma sanitaria y la reforma educativa empeoran la situación de los grupos sociales más necesitados. 

En cualquier caso, nos encontramos ante una transgresión flagrante de los principios inherentes a la solidaridad que, por lo que se ve, es un valor en crisis, gravemente amenazado en todo el mundo y cuya defensa requiere voces enérgicas y contundentes en todo tipo de foros y espacios de relación.

sábado, 28 de abril de 2012

Tiempos críticos para la Cooperación al Desarrollo



Comienzo a escribir estas líneas motivado por el recuerdo de personas amigas que han dedicado lo mejor de sus vidas al empeño de mejorar la situación de los pueblos empobrecidos de la Tierra. Me vienen a la memoria el nombre de Catalina Montes, cuyo legado en El Salvador nunca será suficientemente valorado; el de Nicolás Castellanos, que en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) ha dejado una huella que rebasa lo inimaginable; el de Borja Santos, que, antes en Ecuador y ahora en Etiopía, no ha hecho sino contribuir a la mejora de las condiciones de vida de personas que viven en circunstancias imposibles; y me acuerdo, en fin, de mis compañeros de la Fundación para el Desarrollo del Municipio Centroamericano, en San José (Costa Rica), estudiosos infatigables de los problemas a que se enfrenta el municipio en Estados sumidos en la disgregación y la impotencia. Mundo difícil este de la ayuda al desarrollo, abierto al sinfín de dificultades y contradicciones a que conducen la desigualdad, la pobreza, la miseria, el hambre, la corrupción y la explotación del ser humano. Mundo henchido de problemas. Nuestro mundo, sin embargo.
Optimista y prometedor, impregnado por un discurso que enfatizaba sobre el “fin de la Historia” y sobre “el fin de los territorios”, al entender que ya no habría fricciones determinadas por el tiempo y el espacio, el siglo XXI abrió sus calendarios con un llamamiento a la esperanza, que se prometía venturosa.  Representantes de 189 países, entre ellos 147 jefes de Estado – todo el planeta, en fin – la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la archiconocida como Declaración de los Objetivos del Milenio. Integraba ocho grandes propósitos, concebidos con el fin de afrontar sin más dilación los principales problemas que aquejaban a la humanidad (salud, alimentación, enseñanza, situación de la mujer, etc.), asumidos como un gran compromiso mundial, como una vigorosa demostración de solidaridad en la que debieran verse implicados cuantos pudieran ayudar en esa dirección, conscientes además de que, en el escenario de confianza propiciado por la globalización, no parecía aventurado marcar el horizonte de 2015 como el momento en el que los retos existentes estuvieran definitivamente afrontados e incluso corregidos.
A la vista de lo sucedido, todo parece indicar que los primeros diez años del siglo XXI han sido en el tema que nos ocupa, como en otros muchos, una década frustrada. Los avances experimentados no cuestionan la magnitud creciente de los problemas irresueltos, que se perpetúan  a través de manifestaciones elocuentes de que hasta qué punto el desarrollo constituye una meta inalcanzable para una gran mayoría de los seres humanos. Sin duda en todo este tiempo el mundo se ha hecho más complejo, a medida que la mundialización de la economía ha traído consigo una modificación significativa en la estructuración espacial de los modelos de crecimiento, a medida que el fortalecimiento de países en otro tiempo considerados “periféricos” (China y Brasil, fundamentalmente) contribuye a redefinir los límites que marcan la concentración de la riqueza, acelerada por la extraordinaria intensidad de los movimientos financieros de carácter especulativo, en un proceso simultáneo a la acentuación y agravamiento de las desigualdades. Dicho de otro modo, si la globalización  ha modificado  las fronteras, antaño estrictas, del desarrollo es evidente que al tiempo agudiza la dimensión de los contrastes en el seno de las sociedades y resalta aún más la entidad espacial y demográfica de la pobreza,  generalizada en todo tipo de escenarios.
En este contexto, el panorama de la solidaridad internacional se enfrenta a una situación crítica, en la que confluyen dos factores, casi coincidentes en el tiempo. De un lado, se asiste a una corriente revisionista que pone en entredicho la utilidad, al considerarla inefectiva, de la ayuda oficial al desarrollo o, más matizadamente, cuestiona los procedimientos utilizados en la gestión y evaluación de determinados proyectos. Y, de otro, no hay que ignorar el incuestionable impacto que de inmediato ha de tener la drástica disminución aplicada a los fondos solidarios. Mientras observamos cómo se aleja, en los países que pretendían aproximarse a él, el objetivo de situar en el 0’7% del PIB el volumen de las ayudas orientadas a este fin,  los ajustes provocados por la crisis financiera en el mundo desarrollado hacen mella profunda en uno de los capítulos que se consideran más prescindibles del presupuesto. Pocos han levantado la voz contra el fortísimo recorte sufrido en España por las transferencias a la AECID y por las cantidades asignadas al Fondo para la Promoción del  Desarrollo, víctimas de la impresionante reducción aplicada al Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación que, con un 54,4% menos, se singulariza por el hecho de ser el más afectado por el desmoche presupuestario.
Todo parece indicar que estamos asistiendo a una nueva etapa en la trayectoria de la solidaridad internacional, que pocos creen que pueda limitarse a un mero paréntesis, a expensas de una recuperación que aún no se atisba en el horizonte. De ahí que prevalezca esa visión restrictiva que, inducida por los mayores controles aplicados a la selección y gestión de los proyectos y sobre todo por la retracción que la crisis ocasiona, aboca a un escenario en el que, por paradójico que parezca, la globalización de la economía que, a comienzos de siglo, presagiaba un clima de confianza a favor de una mayor justicia en la distribución de la riqueza se ha saldado, a la postre, con el afianzamiento de las posiciones defensoras del “sálvese quien pueda”. Entonces ¿quién hablará ya de los Objetivos del Milenio?