BLOG DEL MANIFIESTO POR LA SOLIDARIDAD

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jueves, 30 de julio de 2009

La solidaridad no es tan difícil


Llevo unos ocho años siendo socio de la ONG Médicos Sin Frontera (MSF). Mi aportación mensual es de 25 Euros; una miseria, teniendo en cuenta que una de las pocas cosas que me sobran en esta vida es dinero, a pesar de pertenecer humildemente a la masificada clase media occidental (supongo que el secreto consistirá en no crearme necesidades absurdas).

Cuando me pregunto por los motivos que me llevaron a unirme a esta corporación, siempre llego a la misma conclusión: la necesidad de sentirme útil en un mundo injusto, intentar eliminar (sin conseguirlo) el sentimiento de culpabilidad que me embarga por haber nacido en el lado privilegiado de la humanidad, en definitiva, sentirme bien conmigo mismo (¡qué bien, estoy ayudando a los pobres negritos a vivir mejor!), o sea, unos motivos puramente egoístas y nada altruistas.

Pero estos motivos tan poco filantrópicos poco importan a los integrantes activos de MSF, ni mucho menos a esos pobres negritos que sobreviven cada día gracias a la ayuda que se les proporciona (interesada o desinteresadamente).

Esa es la razón por la que decidí suscribirme, y si continúo aún después de tantos años es gracias a que ellos se encargan de convencerme anualmente (y advierto que soy bastante escéptico en estas cuestiones) de que mi patética aportación sirve para algo y llega a donde tiene que llegar (con 10 Euros al mes durante un año se vacunan a 400 niños contra la meningitis). Cada año recibo en mi buzón de correos la memoria del año anterior, donde se especifica detalladamente el destino de cada euro que reciben, así como los innumerables proyectos que tienen en marcha por todo el planeta, allá donde existan poblaciones en situación precaria, víctimas de catástrofes de origen natural o humano, conflictos armados....

Gracias a los más de 200.000 socios españoles y a los tres millones y medios mayoritariamente en Europa y América, MSF salva todos los años miles de vidas humanas y dota a otras tantas de unos medios de vida mínimamente aceptables, en cualquier parte del mundo, bajo cualquier circunstancias (prácticamente todos los años mueren algunos de sus integrantes debido a los conflictos armados bajo los que actúan), sin discriminar razas, ideologías, creencias ni colores políticos.

Su presencia siempre es independiente e imparcial, permitiéndoles realizar una acción inmediata y temporal de asistencia, asumiendo riesgos, confrontando al poder y utilizando el testimonio como medio para provocar cambios a favor de las poblaciones.

Por todo ello siguen contando con mi total confianza y apoyo.

A veces la solidaridad es tan sencilla de ejercer, como puede serlo el hecho de rellenar un cupón de suscripción (por ejemplo haciendo clic aquí).

Si de verdad les preocupa la injusticia, el hambre y la miseria que campa a sus anchas por este mundo, pero no tienen la posibilidad o la valentía (como es mi caso) de hacerle frente directamente, mirándole a la cara, el mejor consejo que les puedo ofrecer es que confíen en aquellos que sí que saben cómo hacerlo, que llevan muchos años haciéndolo, que tienen medios para hacerlo, pero que necesitan nuestra ayuda para hacerlo.

La humanidad se lo agradecerá y sus conciencias se sentirán más relajadas.

miércoles, 22 de julio de 2009

OBESOS Y FAMÈLICOS

Queridos amigos:
Hace alrededor de un año que comprè y leì el libro del que se da cuenta en el siguiente artìculo de Rosa Montero. En el citado libro encontraremos muchas de las claves por las que el hambre en el mundo no cesa de aumentar.
El sùbtìtulo del libro es " El impacto de la globalizaciòn en el sistema alimentario mundial".
Os dejo con el artìculo de Rosa Montero, fiel reflejo de lo que contiene el libro:

Lo dice el escritor angloíndio Raj Patel en su curioso e interesante ensayo Obesos y famélicos (Los Libros del Lince, editores): hoy se producen más alimentos que nunca, pero 900 millones de personas se mueren de hambre. Y, como contrapartida a esta cifra de vértigo, otro dato pasmoso y además absolutamente nuevo en la historia de la humanidad: mil millones de personas, es decir, una de cada seis, sufren sobrepeso. Ambos extremos, tanto el exceso como la carencia, son dramáticos.
Los obesos mórbidos se destrozan la salud y a menudo la vida; en cuanto a los famélicos, se mueren de verdad, literalmente: hay 25.000 fallecimientos al día por desnutrición, incluyendo un bebé cada cinco segundos. Una catástrofe planetaria constante que nos las apañamos para ignorar.
Imaginen un huracán, unas inundaciones, un terremoto que matara a 750.000 personas en un mes. Sería un asunto imponente, una tragedia que iría en la primera página de los periódicos y que originaría campañas urgentes de socorro para enviar alimentos y dinero. Pero los individuos abatidos por el hambre apenas sí ocupan lugar en nuestra atención. Se mueren en silencio, discretamente, cientos de miles cada mes, encerrados en sus humildes casas o en sus chozas, sin fuerzas para protestar, abandonados. Son unas víctimas muy cómodas.

Hay algo obviamente desquiciado y enfermo en un mundo que, por un lado, revienta de grasa innecesaria y, por otro, permite el lento, aterrador tormento de la muerte por inanición. Y lo peor es que la perversidad del asunto va mucho más allá de la mera paradoja entre gordos y flacos.
El pasado 31 de enero salió una noticia en EL PAÍS que hablaba del desmantelamiento en India de una red ilegal de tráfico de riñones. Unas 500 personas, la inmensa mayoría gente pobre, habían sido operadas a la fuerza o con engaños y se les había extraído un riñón. En algunos casos las intervenciones fueron consentidas y los donantes vendieron sus órganos por unos 800 euros, aunque luego los traficantes cobraban por ellos entre 17.000 y 34.000 euros. Las operaciones se llevaban a cabo en un quirófano clandestino a 30 kilómetros de Nueva Delhi, y los compradores eran indios ricos, pero también clientes extranjeros, de Arabia Saudí y de Estados Unidos, de Canadá, del Reino Unido o Grecia.
Pues bien, este negocio atroz de menudillos humanos es un mercado en alza: la demanda mundial de riñones se eleva de manera constante en los países ricos, porque el inusitado aumento de la obesidad está provocando muchos trastornos renales. Y así se cierra el círculo de este cuento de horror que parece salido de una pesadilla infantil, con ogros sacamantecas que sorben las entrañas de los desvalidos.
Por desgracia, la clausura de ese quirófano clandestino no supone el fin de la venta ilegal de órganos. Raj Patel cuenta en su libro que en los países pobres hay muchos agricultores famélicos que venden sus riñones, e incluso todo su cuerpo a pedacitos, por cuatro perras; y en concreto menciona la aldea de Shingnapur, en el distrito de Amravati, en la India, en donde los campesinos han montado un centro de venta de riñones: “Es lo único que nos queda por vender”.

Según Patel, el mundo está lleno de agricultores paupérrimos hasta la desesperación, hasta la muerte por desnutrición, hasta el suicidio o la venta de sus órganos. Aquellas personas que deberían estar cultivando la tierra para producir más alimentos con los que combatir la hambruna mundial son las primeros en morir a causa del hambre. Algo funciona horriblemente mal en la organización básica de este planeta.

Y lo peor, lo más insoportable y vergonzoso, es que el hambre podría solucionarse. Esto es, no se trata de un objetivo de dificultad insuperable, no estamos hablando de crear una colonia en Marte, por ejemplo, sino de algo que, aunque complejo, está a nuestro alcance.

martes, 14 de julio de 2009

HAMBRE, UNA CRISIS SILENCIOSA (artículo publicado por Ana Muñoz Álvarez en elmercuriodigital.es)



El mundo tiene los recursos necesarios para erradicar el hambre. Los más de mil millones de hambrientos reclaman voluntad política y verdaderos compromisos para alcanzar la “utopía”. Más de mil millones de personas pasan hambre a diario en el mundo. Una cifra récord en la historia, según alerta la FAO. En la actualidad, ya hay 160 millones más de hambrientos que en la década de los 90. Ni la Cumbre de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) ni las cumbres sobre la alimentación y la pobreza han servido para cumplir con el compromiso de reducir el número de personas que no tienen alimentos.


Tampoco el G-8 ha cumplido su promesa de dar “50 millones de dólares extra en ayuda al desarrollo para el año 2010”.


“Esta crisis silenciosa del hambre
que afecta a uno de cada seis humanos- supone un serio riesgo para la paz y la seguridad mundiales”, explica Jacques Diouf, Director General de la FAO.


La crisis económica y el alza de los precios de los alimentos son las causas de que haya 100 millones de personas más en los umbrales de pobreza. Entre 2006 y 2008, el precio de alimentos básicos aumentaron un 60% y, en el caso de los cereales, el precio se duplicó. Durante unas décadas, los alimentos eran baratos y no entraban dentro del mercado de la especulación. Pero todo esto ha cambiado. Los precios son hoy más altos y volátiles. Sin embargo, el planeta Tierra puede producir, y de hecho lo hace, alimentos para todos los seres humanos.


Para que haya un cambio, la FAO propone que los países desarrollados aumenten su apoyo a la agricultura, ya que un sector agrícola sostenible es clave para vencer el hambre y la pobreza. Invertir en nuevas tecnologías que ayuden a mejorar las cosechas, en infraestructura y en ayuda en la financiación de pequeños agricultores son fórmulas eficaces para luchar contra el hambre.


También sería necesario revisar las reglas comerciales para que sean más eficaces, equitativas y justas. Los subsidios de producción en los países del Norte distorsionan los precios, desincentivan los mercados y desaniman la inversión. Es una competencia desleal hacia los pequeños campesinos con menos oportunidades de acceso a semillas, fertilizantes, tecnologías… Pero no sólo hay pobreza en el campo. Hoy, también hay hambre y pobreza en las ciudades. La crisis económica es la causa de que muchas personas pierdan su empleo y el modo de sustento para sus familias. Si en las ciudades del Norte se habla del aumento de la pobreza y de recursos sociales saturados, las ciudades del Sur tienen aún que soportar más hambre, más pobreza, con poca o ninguna garantía social.


El derecho a la alimentación y a una vida digna para todos tiene que ser el primero de los objetivos de nuestros mandatarios. Es necesario que el mundo empiece a trabajar de manera conjunta, porque el “aleteo de la mariposa se dejará sentir en cualquier parte”. El mundo no está hecho de piezas que no tienen relación; somos un rompecabezas globalizado. Existe la tecnología y los recursos para poder reducir al mínimo la pobreza. Sin embargo, falta voluntad política y verdaderos compromisos para acabar con este lastre.


Un comercio internacional más justo, una auténtica ayuda al desarrollo, mejora en la calidad de la educación y la sanidad, el fin de los paraísos fiscales y el control de la explosión demográfica, son elementos fundamentales para hacer de este un mundo más justo. La sociedad civil organizada no puede esconderse más. Ha llegado el tiempo de la acción y la exigencia para que organismos internacionales y gobiernos pongan en marcha las medidas para acabar con el hambre en el mundo.

domingo, 5 de julio de 2009

EL BANCO Y LA CAÑA (artículo de Luis García Montero publicado en el Diario El Pais el 4 de Julio del 2009)

Queridos amigos, tengo el placer de ofreceros el siguiente artículo de García Montero. Pienso que ilustra perfectamente la pereza mental que se ha instalado en el cerebro del Hombre de hoy.
Un abrazo de Antonio Aguilera

EL BANCO Y LA CAÑA

Se agradece la sonrisa amable del aire acondicionado. El calor aprieta sobre las calles. Parece que el sol está dispuesto a no quedarse en paro, aunque los analistas avisen de que este verano va a descender de manera notable el número de turistas con ánimo y dinero para tumbarse en las playas de Andalucía. Agradezco la sonrisa del aire acondicionado al entrar en la oficina del banco, pero se trata de la última sonrisa. Hay un silencio solemne en el ambiente, una calma de iglesia. La gente hace cola delante del empleado que se encarga del mostrador con el mismo recogimiento que exige un confesionario. La clientela guarda turno con paciencia, no habla, soporta el tiempo imprevisible de cada operación, se acerca al oficinista y murmura sus pecados, o sus cuentas, o sus preguntas.

La sala es muy amplia. La directora de la sucursal habla por teléfono, y los gestos de su mano, como su juventud y su cabellera rubia, se imponen a través de los cristales de un pequeño despacho que cierra sus puertas al fondo. No soy capaz de intuir el carácter de la conversación. Podría ser un motivo familiar, la pregunta sobre un hijo enfermo, o una cita amorosa, o un asunto profesional, las explicaciones tensas ofrecidas a alguien que va a perder su casa por no pagar las mensualidades de una hipoteca. Hay otros cuatro empleados distribuidos en la sala, cada uno en su mesa, ante su pantalla de ordenador, sus documentos y sus teléfonos. Pero sólo uno atiende a la cola, que se va alargando de transferencia en transferencia, de recibo en recibo, de ingreso en ingreso.

Junto al oficinista que atiende a los clientes duerme una ventanilla cerrada. Cualquier empleado podría levantarse de su mesa, ocuparla, ayudar a su compañero, dividir la cola. Pero a nadie del banco se le ocurre facilitar la vida del público, y nadie del público protesta, nadie rompe el silencio clerical. Yo tampoco, pero me abandono a la tentación y me hundo en malos pensamientos. Recuerdo que hace pocos años se sacaban euros en los cajeros de la ciudad, no importaba en qué entidad, sin que recayese sobre el usuario una comisión desmedida. Recuerdo que hace nada se pidió a los clientes que ingresaran los cheques a través de los cajeros automáticos para no pagar comisiones y descargar la ventanilla, y que ahora pagamos comisión también en el cajero. Recuerdo la letra chica en los contratos de las hipotecas, el modo de maltratar a los ciudadanos, y el modo en el que las leyes de los gobiernos permiten estos atropellos, sólo comparables a los que perpetran las compañías de telecomunicación. Pero nadie protesta.

Mi memoria se somete a unos ejercicios espirituales que me preparan para mi experiencia de confesión. Cuando llega mi turno, y quiero pagar el recibo de la contribución municipal, el empleado me dice que ese tipo de pagos sólo se admiten entre las 9 y las 10 y media. Me voy a la calle, y recuerdo entonces, bajo el sol implacable, los 10 mil niños que se mueren de hambre en el mundo todos los días, los millones de seres hambrientos por culpa de un sistema basado en la especulación avarienta de los bancos. Nadie protesta, porque ya nadie es capaz de identificar en los laberintos de la ingeniería económica la relación directa entre el dolor de la víctima y la cuenta de resultados del verdugo.

Decido tomarme una cerveza en la taberna del Tirapu. El público se agolpa en el mostrador. La crisis todavía no afecta a la caña y a las aceitunas. Dos clientes airados protestan porque llevan un rato esperando a que les sirvan. Y la voz cavernosa del Tirapu les da su merecido. A protestar al banco, que esta mañana os he visto guardar una hora y media de cola sin rechistar. Una taberna es más respetable que un banco. ¿Entiendes? Yo sí, y me alegro. Es julio. Ya estoy en la Bahía de Cádiz.